viernes, 11 de diciembre de 2009

Amar a Barba Azul

En el escenario hay un hombre sentado ante un escritorio. Una mano femenina se desliza por su pecho hacia su cara, sube sinuosa, como acariciando, pero él la rechaza, la mano cae y empieza otra vez su avance ondulante. El hombre la rechaza otra vez y otra y otra. La mano cae y vuelve a empezar. No se ve a la mujer, que está oculta tras el escritorio a los pies del hombre, solo aquella mano que intenta una y otra vez, inmune al rechazo. Poco a poco la acción es más violenta, parece que la estuviera maltratando, pero la mano no se inmuta y continúa el intento. En el entorno de esta pareja, hay muchas otras que dan vueltas como si bailaran o pasearan, pero tienen algo peculiar: los hombres jalonean a unas mujeres que tienen la cabeza tan agachada que parecen cuerpos sin cabeza. Es Pina Bausch, la coreógrafa alemana, con su puesta en escena "Barba Azul".
El cuento Barba Azul fue rescatado de la tradición oral europea por Perrault, el fabulador, y ya es un clásico que enseña, mmmm... ¿qué moraleja enseña? Ah, sí, lo perjudicial que es para las mujeres ser muy curiosas y desobedientes. El imponente dueño del Castillo, Barba Azul, entrega a su mujer las llaves de las cien habitaciones y le dice que puede verlas todas menos una, después se va a un largo viaje. La bella, naturalmente, abre la puerta prohibida (como si a Eva le pidieran no probar la manzana, jajaja, la fruta prohibida es más sabrosa, lo sabemos todas) y encuentra los cadáveres de las anteriores 6 esposas. Ella será la séptima.
Pina Bausch recoge la leyenda y la lee de otra manera. Muestra una mujer que intenta seducir a pesar de la negativa, que está a los pies del hombre e insiste. Y él la rechaza repetidamente hasta el paroxismo. Este es el argumento de los maltratadores de mujeres, ni más ni menos: "ella se lo buscó".
Pero Pina Bausch fue una artista situada siempre un paso adelante de su época, esa mujer de mirada triste y profunda, ¿estaba repitiendo los lugares comunes del machismo?
Pierre Bordieu, un sociólogo que estudió el fundamento ideológico de la sociedad patriarcal, afirma entre otras cosas, que las mujeres también sostienen, con su sistema de ideas, la pretendida superioridad masculina. Al leerlo recuerdo las iglesias repletas de devotas en profundo recogimiento para escuchar la interpretación que un hombre -sacerdote, pastor o gurú- hace de las Sagradas Escrituras de su religión. Y recuerdo las organizaciones sociales a las que pertenecí -padres de familia, clubes, asociaciones- impulsadas fuertemente por mujeres que a la hora de escoger lideres entregan el cargo a alguno de los pocos hombres que están por allí... Y ellos que nunca se sienten menos, cuando están entre mujeres, ¡siempre aceptan!
¿Por qué? -me pregunto- ¿por qué elevamos a nuestros hombres a la categoría de "dioses"? ¿Por qué, cuando se nos caen esos dioses con pies de barro, al hombre de carne y hueso le retiramos nuestro amor y confianza? ¿Por qué uno de los ingredientes de nuestra relación con el hombre es la veneración con que le tratamos? Siguiendo lo que ví en el ballet de Pina Bausch, me pregunto, ¿por qué las mujeres abandonan su inteligencia cuando entran en relación con los hombres?
Y estas preguntas no son banales, lo siento así cuando escucho a ciertas amigas, atadas de por vida a sentimientos dolorosos por algún hombre que ya se fue hace rato o cuando leo las cifras de mujeres asesinadas por aquél a quien tan bien habían amado.
Para coronar mis inquietudes, encuentro un artículo de Javier Marías que precisamente se titula así... Y, con todo mi respeto por la buena pluma, comparto con ustedes un párrafo supremo:
(...) En los últimos cinco años más de doscientas mujeres han sido muertas en España por sus presentes o pasadas parejas. La mayoría no repelió el ataque, parece, ni lo intentó siquiera. Y quién sabe si algunas no esperaron sin más a que el cuchillo descendiera sobre su pecho, incrédulas pero sin rebelarse ni oponer resistencia. No sé, a veces me pregunto si es que en muchas de ese sexo anida un mortal optimismo de fondo, que frente a los peores indicios y los mayores temores las lleva a pensar, como a Willa Harper: “No, no puede ser”. “No puede ser que me mate ese a quien tan bien he amado, o a quien aún bien quiero, a pesar de todo”. A veces me pregunto si es que muchas mujeres padecen de incondicionalidad, o de una extraña dificultad para dejar de querer a quien decidieron una vez entregar sus días, uno tras otro, hasta que al final también le entregan su vida, o lo que es lo mismo pero sin ya vuelta de hoja, su muerte. Y en la duda masculina uno se dice: “Sí, sí puede ser. Pero ningún dios debería permitir que fuese”.

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